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Un milenio antes, un pensador hindú, llamado Kanada, había formulado ya su teoría atómica y llegado a la conclusión, exactamente igual que un sabio del siglo xx, de que la luz y el calor no eran sino formas diferentes de la misma sustancia fundamental. Plutarco afirma en su Vida de Lisandro que los meteoros son «cuerpos celestes proyectados a consecuencia de una cierta disminución de la fuerza rotativa». Dos milenios más tarde, a comienzos del siglo xix, el Instituto de Francia consideró, sin embargo, oportuno expresar, con motivo de la caída de un meteorito en Gascuña, su pesar porque «en nuestra épocailustrada existían todavía gentes lo bastante supersticiosas como para creer en la caída de piedras procedentes del cielo». Por extraño que pueda parecer, los filósofos clásicos de la Antigüedad parecen haber alcanzado un nivel intelectual más elevado que el de nuestros bisabuelos. Demócrito era tenido por demente porque se reía a carcajadas de las locuras del siglo. Pero el hombre que dijo: «En realidad, no existe nada fuera de los átomos y del espacio», ¿no tenía derecho a reír pensando en la ignorancia de la Humanidad? Cicerón escribe en su República que Marco Marcelo poseía un «globo celeste», procedente de Siracusa, que demostraba el movimiento del Sol, de la Luna y de los planetas. Asegura a sus lectores que la máquina «era una invención muy antigua», y, sin embargo, nosotros no hemos comenzado a construir planetariums de este género sino hasta época muy reciente. Se encuentran entre los aborígenes australianos dibujos en los que los animales, los peces y los reptiles se hallan representados con su esqueleto y sus órganos internos, y ello con una destreza propia de la radiografía. ¿Poseen estos aborígenes el don de ver a través de los cuerpos, semejante a esa visión extraocular, ya reconocida por la ciencia, que nos permite distinguir los colores con la ayuda de los dedos y los ojos cerrados? Si no, ¿no representan esas extrañas pinturas el recuerdo racial de una edad lejana en que se utilizaban ya los rayos X? De hecho, los aborígenes tienen un nombre especial para designar esa edad, lo bastante lejana como para carecer de toda relación con la realidad: la llaman «el tiempo de los sueños». En uno de los Jatakas * budistas se encuentra la mención de una joya mágica que bastaba introducir en la boca para poder elevarse por los aires. El alquimista chino Liu An, más conocido por el nombre de Huai-Nan-Tsé, descubrió en elsiglo na. de JC. un líquido que destruía la gravedad. Bebió este elixir, y al instante fue elevado en el aire. Cuando echó en su corral la botella conteniendo este ingrediente químico, los perros y las gallinas bebieron el resto y se elevaron igualmente por los aires. ¡Que no nos haga reír esta curiosa historia! Son numerosas las fantasías orientales que la ciencia moderna ha convertido en realidad. Los astrónomos antiguos conocían el paralaje solar, el desplazamiento aparente de la posición del Sol producido por el cambio de la posición del observador. Pero jamás habrían podido llegar a esta noción con los primitivos instrumentos de que disponían. La primera observación del paralaje solar se pudo hacer, hacia 1640, por William Gascoigne, con ayuda de una red de alambre (micrómetro) colocado a través del ocular de un anteojo. Ahora bien, los astrónomos de la Antigüedad no tenían anteojo astronómico. ¿Qué pensar, entonces? En el origen de todas las civilizaciones antiguas se alza siempre un ser divino portador de una cultura. Thot la trajo, completa, de un país del Occidente. A juzgar por sus títulos, «Señor de más allá de los mares» y «guardián de las dos tierras» (que le son atribuidos por el Libro de los Muertos y por ciertas inscripciones faraónicas), puede suponerse que era un jefe atlante. Según una significativa leyenda, transportó a Oriente a los otros dioses desde la otra orilla del lago Kha. ¿Se trata del desplazamiento por vía aérea de una élite cultural desde la Atlántida a Egipto? El libro chino I-Ching atribuye a los «genios celestes» el mérito de haber introducido la agricultura sobre la Tierra para bien de la raza humana. Obsérvese a este respecto que el origen del maíz representa un enigma. En el curso de exploraciones practicadas, no se lo ha encontrado jamás en estado silvestre. Su cultivo ha estado invariablemente ligado a la raza humana; su antigüedad se halla atestiguada por el hecho de haberse descubierto rastros de maíz en capas geológicas que se remontan a treinta mil años atrás. Casi otro tanto podríadecirse del trigo. ¿Se desarrollaron estos cereales, partiendo de formas primitivas, al principio de la Atlántida, o fueron importados de otro planeta, como pretende la tradición oriental? Las tribus australianas reconocen deber su cultivo a seres celestes tales como Baiame, Daramulun y Bunjil, admitiendo que no saben nada de la historia de estos mensajeros divinos antes de que descendieran entre ellos. En el museo de los indios (Fundación Heye, Nueva York) se exhibe un gran jarrón maya en cerámica roja, adornado con un complicado dibujo. Se ha podido comprobar que un dibujo trazado sobre una superficie plana fue transferido en tres dimensiones sobre esta vasija con una exactitud tal como pocos dibuj antes modernos podrían conseguir. Ello demostraría, pues, la presencia, en aquella época tan lejana, de instrumentos y de nociones matemáticas en América Central. La tradición irania menciona una galería de las montañas de Khaf (Cáucaso) adornada con estatuas de los Sabios Reyes de Oriente, cuyo linaje se remontaba a varios miles de años. Taimuraz, tercer rey del Irán, fue a visitar ese mausoleo a lomos de un corcel alado llamado Simorgh-Anké y nacido antes del Diluvio. El significado de este mito se explica si se admite que Taimuraz disponía de un avión de origen atlante que le permitió llegar a las más antiguas tumbas de las montañas del Cáucaso. Siempre según la leyenda, hay cavernas repletas de tesoros bajo la ciudad de Cuzco, en el Perú. Durante los pasados siglos, numerosos aventureros intentaron encontrar el acceso a esas cavernas, pero no regresaron jamás de sus expediciones. Un día, sin embargo, un hombre volvió con dos lingotes de oro; pero durante el camino había perdido la razón. Fue entonces cuando el Gobierno peruano ordenó tapiar las entradas. Hace unos años, un autor americano escribía a este respecto: «¿Nos es lícito esperar que cuando, en un siglo futuro, estas vastas cavernas sean reveladas a un mundo más civilizado, más cultivado que el nuestro, no encontraremos en ellas solamente irnos cuantos lingotes de oro, sino también bibliotecas infinitamente más valiosas que nos permitirán descubrir el verdadero sentido de leyendas confusas y contradictorias?» Según una tradición transmitida a Oliva por un indio que sabía descifrar los escritos antiguos, el verdadero Tiahuánaco es una ciudad subterránea. Esta leyenda podría hacer alusión a cavernas en las que se conserven los tesoros culturales de los incas. Los conquistadores han traído de México una historia parecida. Escriben que los sacerdotes mayas se negaron, a pesar de las torturas, a revelar el lugar en que estaban escondidas 52 tablillas de oro en las que se hallaba inscrita toda la historia antigua del Nuevo Mundo. Según Diógenes Laercio (siglo m), los archivos de los sacerdotes egipcios tenían, en su época, la edad de 49.500 años. Los sabios modernos se sonreirán al oír hablar de la existencia de una elevada civilización en la Era de la barbarie. Pero podríamos preguntarles a nuestra vez: ¿debe la barbarie ser identificada con la infancia de la cultura, o no podría, en ciertos casos, ser sino la consecuencia del hundimiento de una civilización elevada? Los mayas del Yucatán viven hoy en un estado primitivo; pero sabemos que sus antepasados fueron, en otro tiempo, hombres sabios y altivos. Su caída fue provocada por las guerras y el colonialismo. Una calamidad terrible acompañada de inundaciones y erupciones volcánicas muy bien pudo transformar en salvajes a estos hombres civilizados. Se trata de una teoría que debería examinarse seriamente, sin prejuicios, «Todas las conclusiones relacionadas con el problema delos continentes desaparecidos nos llevan a revisar nuestras opiniones sobre la civilización, el modo de vivir y las tradiciones de los pueblos en otro tiempo denominados «primitivos» o «salvajes». Resulta que no eran los hermanos más jóvenes, sino los más viejos de la «familia humana»; así es como se expresaba I. Kolubovski en 1927 en la Caceta Roja, de Leningrado. LOS MITOS SE TORNAN VERDAD En la tribu mansi, de la tundra de la Siberia ártica, existe una leyenda. Hace mucho, mucho tiempo, un pájaro de fuego convivía con nuestros antepasados: su calor era tan grande que hacía crecer árboles gigantes y alimentaba a extraños animales. Pero llegó un ladrón que lo robó, y se produjo entonces un intenso frío y vientos fortísimos. Los árboles y los animales extraños perecieron. Ahora bien, no se trata en manera alguna de un mito, sino de un hecho científico, puesto que en la tundra siberiana se encuentran fósiles de esos árboles y animales prehistóricos. Los relatos verbales transmitidos de generación en generación son a veces de una precisión sorprendente. En este libro hemos prestado gran atención a los mitos. Se los considera generalmente como producto de la fantasía, pero no siempre lo son. El folklore, memoria colectiva de la raza humana, contiene numerosos recuerdos de acontecimientos pasados, a menudo embellecidos por el narrador e inevitablemente deformados al pasar de una generación a otra. Ocurre con frecuencia que los mitos no son sino fósiles históricos. Sería adoptar una actitud nada científica rechazar la mitología como un conjunto de fábulas; la realidad de ayer es el mito de hoy. El mundo en que vivimos no será más que un mito dentro de una decena de miles de años. En ese lejano futuro, lossabios se enzarzarán en polémicas respecto al carácter mítico de las leyendas que hablarán de nuestra civilización desaparecida. Hasta un período que se remonta por lo menos a 250 años, las ciudades de Pompeya y Herculano no representaban nada más que un mito. Cuando fueron descubiertas y sacadas a la luz, entraron en la Historia. Visitando Pompeya, yo sentía la impresión de encontrarme en una ciudad cuyos habitantes estuvieran simplemente dormidos. Entre las afabulaciones de Heródoto figura la historia de un lejano país en que varios grifos montan guardia ante un tesoro de oro. Los arqueólogos soviéticos han descubierto este país: es el Altai, o Kin Shan en chino, que significa «la montaña de oro». Desde la Antigüedad, había allí minas de oro. Los sabios han descubierto en el valle de Pazyrka vestigios de una elevada civilización, en particular soberbios adornos que representan grifos. Así es como un mito confuso que hablaba de grifos, guardianes del oro, ha cesado de ser una simple leyenda (67). Aunque la altura fortificada de Petra, perdida en el desierto al sur del mar Muerto, haya sido descrita por Eratóstenes, Plinio, Eusebio y muchos otros, se ha convertido con el tiempo en una ciudad legendaria. Hasta principios del siglo xix no consiguió Burckhardt encontrar la entrada de la garganta, descubriendo allí un edificio tallado en la roca firme, un anfiteatro y numerosas cavernas. Una vez más, la fábula se había convertido en realidad. Cuando, en 1870, Heinrich Schliemann emprendió sus excavaciones en los cerros de Hissarlik, en Asia Menor, para encontrar la legendaria ciudad de Troya, los eruditos le creyeron loco. Sin embargo, la Ilíada de Homero decía la verdad; Troya no era un mito. Schliemann iba a descubrir las ruinas de una ciudad más antigua todavía que Troya; a continuación de su gran triunfo, fueron identificados los vestigios de Troya. La historia de Diego de Landa, escrita en 1566, referente alpozo sagrado del sacrificio en el que los habitantes del Yucatán arrojaban víctimas humanas y joyas, ha sido considerada siempre por los historiadores como una simple leyenda. Pero, en el siglo xix, E. H. Thomson, diplomático y arqueólogo americano, dio validez al viejo relato indio al descubrir el pozo de Chichén-Itzá. Hace seis siglos, un embajador chino llamado Chow-Ta-kwan sometía a su emperador la descripción de una ciudad fantástica, rodeada de murallas y perdida en la jungla, que habría sido el centro de un floreciente reino en el sur de China. Cuando el documento fue publicado en 1858, los sabios occidentales lo rechazaron como un producto de la imaginación. Pero antes de que pasara mucho tiempo, un naturalista francés, A. H. Mouhot, descubría en Indochina las ruinas de Ang-kor Thom, cuyo aspecto correspondía de modo sorprendente a la descripción hecha por el mandarín de la ciudad legendaria perdida en la jungla (68). Cuando Marco Polo regresó a Europa y describió las piedras negras que ardían en China, calentando los baños cotidianos, no consiguió sino provocar las risas de sus compatriotas de Venecia. En primer lugar, las piedras no podían arder, y, además, ¿quién podía permitirse el lujo de bañarse a diario? Mis lectores habrán comprendido: la piedra negra es, simplemente, el carbón. También se ridiculizó su mención de aceite negro extraído en grandes cantidades de la tierra en la región del mar Caspio. Los ciudadanos de Venecia se regocijaban con estos cuentos, considerados en la actualidad como hechos científicos incluso por los niños. Resulta a veces difícil determinar dónde cesa el mito y dónde comienza la Historia, dónde finaliza la Historia y dónde comienza el mito. En nuestros días, y aun en los medios científicos, se extiende cada vez más la tendencia a considerar la mitología y el folklore como fuentes históricas. El doctor Cari Sagan, eminente astrofísico de los Estados Unidos, ha reforzado este punto de vista al referirse a un viaje efectuado porLapérousse en 1786 al noroeste de América. Las leyendas transmitidas por los indios, que habían visto los barcos de los navegantes, cuentan detalles sorprendentemente precisos sobre el aspecto de la flota francesa que acudió a visitarles. Ello indica cómo el recuerdo de un acontecimiento puede conservarse, por transmisión verbal en las masas, a través de generaciones. Los indios de Guatemala relatan leyendas muy curiosas cuyo origen se remonta al siglo xvi. Pero cuando esos relatos, referentes a una milagrosa aparición de seres divinos y a su manera de vivir, fueron atentamente analizados por la Universidad de Oklahoma, se vio al instante que aquellos seres mitológicos eran, simplemente, los invasores españoles. Es necesario, ciertamente, tener en cuenta las inexactitudes, las exageraciones y las distorsiones que no pueden por menos que deslizarse en toda historia transmitida a través de los siglos. Pero ello no impide que los relatos contengan un núcleo de verdad, un reflejo de la vida de antaño. Contemplando las cosas desde este ángulo, no deberíamos rechazar las leyendas que nos hablan de una civilización altamente evolucionada y destruida por una catástrofe planetaria. La ciencia actual retorna gradualmente a la sabiduría de la Antigüedad. Se enseñaba a los niños de la antigua Grecia que la Tierra era una esfera que flotaba en el espacio infinito. Sus maestros estaban informados sobre las dimensiones relativas del Sol y de la Luna y sobre la distancia aproximada que los separa de la Tierra. En las plazas públicas, los filósofos pronunciaban conferencias en que describían la Vía Láctea como un conglomerado de estrellas, cada una de las cuales era un sol. Bajo las columnas de su templo, hombres revestidos de togas y túnicas discutían sobre la posibilidad de vida en otros planetas. Dos mil años más tarde, se enseñaba a los escolares europeos que la Tierra, centro de la creación, era plana, y que las estrellas eran agujeros en el firmamento. ¿Qué derecho tenemospues, nosotros, a mirar por encima del hombro a estos sabios del mundo clásico, cuya sabiduría era más grande que la de los teólogos medievales? Todas esas tradiciones que nos hablan de tesoros sepultados hace millares de años no provienen necesariamente del mito. Si consintiéramos en utilizarlas como hipótesis de trabajo, podríamos llegar a grandes descubrimientos en el transcurso de nuestro siglo. |
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