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Tópicos, mira retrospectivamente todo el material elaborado por este arte, a todas las vías seguidas por él, a todas las formas, las reglas, los procedimientos, las argumentaciones, los artificios sofísticos, para tratar de construir sobre esta base un tratamiento sistemático de la dialéctica, estableciendo los principios generales, las normas de una discusión correcta, ordenando y clasificando todo ese material, organizando una teoría general de la dialéctica. Pero si esto es el cumplimiento, la mirada retrospectiva, ¿cual es la culminación y cual es el origen de la dialéctica? Cuando confrontamos las argumentaciones dialécticas de Platón, de Gorgias, de Zenón, buscando a juzgarlas según el criterio del rigor lógico y de la excelencia argumentativa, no faltan razones para sostener, contra la opinión dominante, una superioridad de Zenón respecto a Platón. Y dejando de lado el problema de la culminación de la dialéctica, ¿donde se buscará su origen? El joven Aristóteles sostiene que Zenón ha sido el inventor de la dialéctica. Sin embargo, si confrontamos los testimonios sobre Zenón con los fragmentos de Parménides, su maestro, parece inevitable admitir que en este último una misma maestría dialéctica de los conceptos más abstractos, de las categorías más universales. Pero ¿al mismo Parménides es quizá posible atribuir la invención así de imponente, el uso de los llamados principios aristotélicos de no contradicción y del tercero excluido, la introducción de categorías que quedarán siempre ligadas al lenguaje filosófico, no solamente del ser y del no ser, sino verosimilmente también de la necesidad y de la posibilidad? Sería más natural pesar en una tradición dialéctica que remonta más allá de Parménides todavía, que se origina precisamente en aquella era arcaica de Grecia, de la que se ha hablado. La dialéctica nace en el terreno del agonismo. Cuando el fondo religioso se ha alejado y el impulso cognoscitivo ya no necesita ser estimulado por un desafío del dios, cuando una pelea por el conocimiento entre hombres ya no requiere que ellos sena adivinos, he aquí que aparece un agonismo solamente humano. Sobre un contenido cognoscitivo cualquiera un hombre desafía a otro hombre a que responda: discutiendo sobre esta respuesta se verá cual de los dos hombres posee un conocimiento más fuerte. Con base en los Tópicos aristotélicos, se puede reconstruir un esquema general de la marcha de una discusión, aún infinitamente variado en su desenvolver efectivo. El respondiente hace suyo uno de los dos lados, o sea afirma con su respuesta que su respuesta a esto es verdadera, hace una elección. Esta respuesta inicial se llama la tesis de la discusión: la tarea del interrogante es demostrar, deducir la proposición que contradice la tesis. De esta manera alcanza la victoria ya que al probar como cierta la proposición que contradice la tesis, demuestra al mismo tiempo la falsedad de la tesis, o sea refuta la afirmación del adversario, que se había expresado en la respuesta inicial. Para alcanzar la victoria, luego, hay que desarrollar la demostración, pero esta no la enuncia unilateralmente el interrogante, sino que la articula a lo largo de una serie larga y compleja de preguntas, cuyas respuestas constituyen los eslabones singulares de la demostración. El enlace unitario entre estas respuestas debe precisamente constituir el hilo continuo de la deducción, al término del que, como conclusión, se vuelve a encontrar la proposición que contradice la tesis. No es necesario que el respondiente se de cuenta que la serie de sus respuestas constituye un nexo demostrativo. El interrogante busca antes impedir que el diseño de su argumentación sea perspicuo. Por eso la sucesión de las preguntas a menudo no sigue el hilo de la argumentación, y a veces intervienen también demostraciones incidentales y subsidiarias. Lo importante es que justamente la respuesta individual sea cada vez la aserción de cierta proposición, que el interrogante presenta como pregunta. Al final, todas las respuestas serán otras tantas afirmaciones del respondiente: si su nexo refuta la tesis, o sea la respuesta inicial del respondiente, quedará claro que el respondiente, a través de los distintos eslabones de la argumentación, habrá el mismo refutado la propia tesis inicial. En la dialéctica no hay jueces que deciden quien es el vencedor: la victoria del interrogante resulta de la discusión misma, ya que es el respondiente quien primero afirma la tesis y luego la refuta. En cambio, la victoria la obtiene el respondiente, cuando él logra impedir la refutación de la tesis. Esta práctica de la discusión ha sido la cuna de la razón en general, de la disciplina lógica, de todo refinamiento discursivo. De hecho, demostrar una cierta proposición, nos enseña Aristóteles, significa encontrar un medio, es decir un concepto, un universal, tal que se puede unir a cada punto de los dos términos de la proposición, de modo que se pueda deducir de tales nexos la proposición misma, es decir demostrarla. Y puesto que tal medio es más abstracto que el sujeto de la proposición que hay que demostrar, la discusión, como búsqueda de los medios, es una búsqueda de universales cada vez más abstractos, en cuanto el medio que demuestra la proposición dada necesitará a su vez ser demostrado. La dialéctica ha sido así la disciplina que ha permitido distinguir las abstracciones más evanescentes pensadas por el hombre: la famosa tabla de las categorías aristotélicas es un fruto final de la dialéctica, pero el uso de tales categorías es vivo y comprobable en la esfera dialéctica mucho tiempo antes de Aristóteles. Lo mismo sea dicho para los principios formales que regulan el desenvolvimiento correcto de una discusión, empezando por el principio del tercero excluido que regula la formulación de la tesis y su refutación; así mismo para las normas de la deducción y para las relaciones recíprocas entre los distintos términos que aparecen en ella, material de estudio y de aplicación del que surgirá la silogística aristotélica. Se nos presenta ahora la posibilidad de intentar una explicación respecto al oscuro problema del paso del fondo religioso de la adivinación y del enigma a la primera edad de la dialéctica. Ya de lo que se ha dicho resulta un punto de encuentro entre los dos fenómenos, es decir, la esfera del agonismo que concierne el conocimiento y la sabiduría. El enigma de hecho, humanizándose, asume un aspecto agonístico, y por otra parte, la dialéctica surge del agonismo. Pero profundizando el análisis de ambos fenómenos, examinando los testimonios más antiguos al respecto y confrontando la terminología utilizada en sendos casos, es de suponer una relación más intrínseca, un nexo de continuidad entre ellos. En esta perspectiva, el enigma aparece como el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica. Decisiva aquí es la terminología. El nombre con el que las fuentes designan el enigma es “problema”, que al origen y para los trágicos significa obstáculo, algo que se proyecta por delante. Y de hecho, el enigma es una prueba, un desafío al que el dios expone el hombre. Pero el término mismo “problema” queda vivo y en posición central en el lenguaje dialéctico, al punto que en los Tópicos de Aristóteles eso significa “formulación de una búsqueda”, designando la formulación de la pregunta dialéctica que da inicio a la discusión. Y no se trata solamente de una identidad del término: el enigma es la intrusión de la actividad hostil del dios en la esfera humana, su desafío, del mismo modo que la pregunta inicial del interrogante es la abertura del desafío dialéctico, la provocación a la pelea. Además de ello se ha dicho varias veces que la formulación del enigma, en la mayoría de los casos, es contradictoria, así como la formulación de la pregunta dialéctica propone explícitamente los dos lados de una contradicción. Esta última identidad formal es del todo estupefaciente (recuérdese el enigma homérico de Heráclito) e impone casi la convicción de una estricta parentela entre enigma y dialéctica. El uso de varios otros términos confirma esta tesis. El verbo “proballein”, que en el quinto siglo significa “proponer un enigma”, viene usado por Platón alternativamente en el sentido enigmático (en un pasaje del Cármides el verbo está relacionado explícitamente con el término “enigma” y se dice “arrojaba por delante un enigma”) y en el sentido dialéctico, atestiguando una unidad de fondo entre las dos esferas: algunas veces significa todavía “proponer un enigma” y otras veces en cambio “proponer una pregunta dialéctica”. Recordemos también, como usados ora en sentido dialéctico ora en sentido enigmático, los términos “aporía”, “interrogación”, “búsqueda”, “pregunta dudosa”. Por lo tanto el misticismo y el racionalismo no sería en Grecia algo antitético y deberían entenderse más bien como dos fases sucesivas de un fenómeno fundamental. La dialéctica interviene cuando la visión del mundo del griego se vuelve más sosegada. El fondo áspero del enigma, la crueldad del dios hacia el hombre se viene atenuando, vienen sustituidos por un agonismo solamente humano. Quien contesta a la pregunta dialéctica ya no se encuentra en un desamparo trágico: si está derrotado, no perderá la vida, como le ocurrió en cambio a Homero. Además su respuesta al “problema” no decide en seguida de su suerte, en bien o en mal. El respondiente resuelve la alternativa con su tesis, afirmando algo que será puesto a prueba, pero que en el momento se acepta como verdadero. Quien debía responder al enigma, o callaba, y de repente era derrotado, o se equivocaba, se le venía la sentencia del dios o del adivino. En la discusión, en cambio, el respondiente puede defender su tesis. Pero por lo general esto le servirá poco. El perfecto dialéctico lo encarna el interrogante: este plantea la pregunta, guía la discusión, disimulando de ella las trampas fatales para el adversario, mediante los largos giros de la argumentación, las solicitudes de aprobación sobre preguntas pacíficas y aparentemente inofensivas, que se revelarán en cambios esenciales para el desenvolvimiento de la refutación. Que se recuerde el carácter de Apolo como dios “que golpea de lejos”, cuya acción hostil está diferida: esto se encarna típicamente en el interrogante dialéctico, que sabiendo que va a vencer, retrasa, saborea de antemano la victoria, intercalando las tramas vagabundas de su argumentar. Bajo este punto de vista permanece todavía un fondo religioso en la esfera dialéctica: la crueldad directa de la Esfinge se vuelve aquí una crueldad mediata, disfrazada, pero en este sentido tanto más apolíneo. Hay casi un ritual en el cuadro del encuentro dialéctico, que en general se desenvuelve frente a un público silencioso. Al final, el respondiente debe rendirse, si las reglas están respetadas, como todos se esperan a que deban sucumbir, como por el cumplimiento de un sacrificio. Del resto uno puede no estar del todo seguro que en la dialéctica el riesgo no fuese mortal. Para un antiguo la humillación de la derrota era intolerable. Si César hubiese sido radicalmente derrotado en batalla, no hubiese sobrevivido. Y quizá Parménides, Zenón, Gorgias no fueron nunca derrotados en una discusión pública, en una verdadera competencia. VII LA RAZON DESTRUCTIVA Muchas generaciones de dialécticos elaboran en Grecia un sistema de la razón, del “logos”, como fenómeno viviente, concreto, puramente oral. La oralidad obviamente es un carácter esencial de la discusión: una discusión escrita, traducida en obra literaria, cual encontramos en Platón, es un pálido sucedáneo del fenómeno originario, sea porque le hace falta toda inmediación, la presencia de los interlocutores, las inflexiones de sus voces, la alusión de sus miradas, sea porque describe una pelea pensada por un solo hombre, y solo pensada, careciendo por tanto del albedrío, de la novedad, de lo imprevisto que pueden surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos en carne y hueso. Pero este sistema del “logos”, así elaborado, ¿es realmente un edificio? Es decir, eso, además de ser constituido por el análisis de las categorías abstractas, y por el desarrollo de una lógica deductiva, o sea de la formación de los conceptos más universales que pueda alcanzar la capacidad abstrayente del hombre, y por la determinación de las normas generales que regulan el proceder discursivo de los razonamientos humanos, ofrece tal vez, además de todo esto, ¿un contenido doctrinal y dogmático de la razón, un verdadero y propio complejo constructivo, un conjunto de proposiciones concretas que se imponen a todos? La respuesta es negativa: en el planteamiento mismo de la discusión griega hay una intención destructiva, y un examen de los testimonios sobre el fenómeno nos convence que tal intención se ha realizado por la dialéctica. Se ha dicho antes que en la discusión la tesis del respondiente viene por lo general a ser refutada por el interrogante: en tal caso parecería de toda manera que se llegara a un resultado constructivo, en cuanto la demolición de la tesis coincide con la demostración de la proposición que la contradice. Pero para el perfecto dialéctico es indiferente la tesis asumida por el respondiente: este puede escoger en la respuesta inicial uno u otro lado de la contradicción propuesta, y en ambos casos la refutación seguirá inexorablemente. En otras palabras, si el respondiente asume una tesis, tal tesis será demolida por el interrogante, y si escogiera la tesis antitética, también esta llegaría a ser demolida por el interrogante. El caso en que la victoria le sonríe al respondiente solo se puede atribuir a una imperfección dialéctica del interrogante. Las consecuencias de este mecanismo son devastadores. Cualquier juicio, en cuya verdad el hombre crea, puede ser refutado. No solo eso, sino que, como toda la dialéctica conserva incontestable el principio del tercero excluido, o sea retiene que si una proposición viene demostrada como verdadera, esto significa que la proposición que la contradice es falsa, y viceversa, entonces en el caso que primero se demuestre como verdadera una proposición y luego se demuestre como verdadera la proposición que la contradice, resultará que ambas proposiciones son verdaderas y falsas al mismo tiempo, lo que es imposible. Tal imposibilidad significa que ni la una ni la otra proposición indican algo real, ni siquiera un objeto pensable. Y dado que ningún juicio y ningún objeto se escapan de la esfera dialéctica, sigue de ahí que toda afirmación será inconsistente, refutable, toda doctrina, toda proposición científica, perteneciente a una ciencia pura o a una ciencia experimental, estará igualmente expuesta a la demolición. Hay motivos para pensar que en la época de Parménides la dialéctica hubiera alcanzado este grado de madurez. Pero Parménides era un sabio, todavía cercano a la edad arcaica del enigma y a su religiosidad. La destructividad de la dialéctica había resultado de un exceso de agonismo, en un plano solamente humano, aun si en este áspero florecimiento de la razón se podía descubrir la acción hostil de Apolo. Heráclito había resuelto positivamente est tensión entre mundo divino y mundo humano: sus palabras lapidarias habían puesto de manifiesto por intermedio de enigmas la escondida, indecible naturaleza divina, habían recordado al hombre su origen exaltante. Parménides sigue otra vía, porque ya se encuentra implicado en el torbellino dialéctico. Los términos de su discurso él los extrae de la dialéctica, asumida en el ápice de su abstracción: el ser y el no ser, lo necesario y lo posible. Frente a este lenguaje, él impone su legislación, que salvaguarda el fondo divino del que procedemos, y aún más lo hace triunfar en nuestro mundo de la apariencia. A la alternativa “es o no es”, un verdadero “problema”, en el que Parménides sintetiza la formulación más universal de la pregunta dialéctica y al mismo tiempo la formulación del enigma supremo, la ley parmenídea ordena respondes “es”. El camino del “no es” no se debe seguir, es prohibido, ya que solo es siguiendo el camino de la negación devastadoras de la dialéctica. Sin la contraposición entre afirmación y negación, o sea sin la contradicción, no es posible demostrar nada: pero Parménides teme que la destrucción dialéctica implique, a los ojos de los hombres ligados al presente, también el origen escondido, el dios, de donde derivan el enigma y la dialéctica. Por el contrario, el “es” resuelve el enigma y el desenredo ofrecido e impuesto por un sabio, sin la intervención de la hostilidad de un dios, es el desenredo que le quita a los hombres todo riesgo mortal. El “es” significa la palabra que salvaguarda la naturaleza metafísica del mundo, que la traduce en la esfera humana, que pone de manifiesto lo escondido. Y la diosa que preside a esta manifestación es “Aletheia”, la “verdad”. En esta actitud de Parménides hay benignidad hacia los hombre: el “es” no manifiesta propiamente aquello que en sí es “el corazón que no tiembla”, como dice Parménides, el fondo escondido de las cosas, pero la ley permenídea solamente el “es “, se muestra indulgente hacia la incomprensión de los hombres, Más maduro es Heráclito que enuncia sus enigmas sin desenredarlas. Esta es una presentación elemental del pensamiento de Parménides. En realidad no existe quizá otro pensador, del que, a la exigüidad de los fragmentos transmitidos corresponda una investigación teórica tan ilimitada. Pero para el discurso general que estamos delineando es mejor no adentrarse en este laberinto. En el gran discípulo de Parménides, Zenón de Elea, encontramos una postura bastante distinta respecto a la dialéctica. Platón habla de ello con cierto menosprecio, presentándole como “socorredor” de Parménides. La dialéctica le habría servido a Zenón para defender al maestro delos ataques de los adversarios de su monismo: según Platón, la dialéctica zenoniana había demolido toda tesis pluralística, ayudando así indirectamente la doctrina de Parménides. Sin embargo, ya se ha dicho que la invención de la dialéctica no puede ser atribuida a Zenón; el mismo Parménides antes habría impuesto su alternativa “¿es o no es?” precisamente para oponerse a la destructividad extrema de una dialéctica ya preexistente, remitiéndose al fondo religioso del enigma. Además, una imagen más adecuada de Zenón puede ser reconstruida solamente a través de los testimonios, mucho más ricos y completos, de Aristóteles: este se refiere a las argumentaciones dialécticas de Zenón, tratando sin mucho éxito de refutarlas, no solamente contra la multiplicidad, sino directamente contra la unidad, y en general sobre el tema del movimiento y del espacio, por lo tanto contra las condiciones del mundo sensible, reducido a apariencia. El “socorro” de Zenón no concernía desde luego la defensa del monismo, que del resto no era una tesis central de Parménides. Antes, si se recuerda la prohibición parmenídea de seguir el camino del “no es”, la actitud de Zenón es de desobediencia. En vez de abandonar el camino destructivo del no ser, es decir de la argumentación dialéctica, Zenón lo sigue hasta sus últimas consecuencias. Las generaciones anteriores de dialécticos habían conducido, se puede suponer, una obra de demolición particular, casual, ligada a la contingencia de interlocutores dialécticos individuales y de problemas teóricos individuales, verosimilmente conectados a la esfera práctica y política. Zenón generalizó esta encuesta, la extendió a todos los objetos sensible y abstractos. En este modo la dialéctica dejó de ser una técnica agonística para volverse una teoría general del “logos”. La destructividad dialéctica de la que se hablaba primero alcanza solamente con Zenón ese grado de abstracción y de universalidad que la transforma en nihilismo teorético, frente al cual toda creencia, toda convicción, toda racionalidad constructiva toda proposición resulta ilusoria e inconsistente. Después de un examen profundizado de los testimonios aristotélicos sobre Zenón, se puede intentar una esquematización de este refinadísimo método dialéctico zenoniano: cada objeto sensible o abstracto, que se expresa en un juicio, viene comprobado ante todo ser y no ser al mismo tiempo, y además viene demostrado como posible y a la vez imposible. Este resultado, obtenido cada vez mediante una argumentación rigurosa, constituye en su conjunto la aniquilación de la realidad de todo objeto, y finalmente de su pensabilidad. Zenón por tanto ha desobedecido al maestro, ha transgredido su prohibición de recorrer el camino del “no es”: sin embargo, su elaboración teórica, considera de acuerdo a una perspectiva más profunda, es igualmente un “socorro” para la visión de Parménides. Este había pretendido traducir la realidad divina en una palabra humana, a pesar de conocer la inadecuación del hombre. Se trataba de un engaño, porque una palabra no es un dios, pero de un engaño dictado por una benignidad compasiva. Para hacer esto Parménides tuvo que presentarse como un legislador, imponer una diosa, “Aletheia”, aquella “que no se esconde”. Zenón vio la fragilidad de esta orden, y se dio cuenta que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón, ya que estas descendían precisamente de la esfera del enigma y del agonismo. Para salvaguardar la matriz divina, para recordarla a los hombres, él pensó al contrario radicalizar el empuje dialéctico hasta alcanzar un nihilismo total. De este modo buscó colocar ante los ojos de todos el carácter ilusorio del mundo que nos rodea, imponer a los hombres una nueva mirada sobre las cosas que nos ofrecen los sentidos, haciendo entender que el mundo sensible, nuestra vida, en suma, es una simple apariencia, un puro reflejo del mundo de los dioses. Su método se asemeja más bien al de Heráclito, que de manera análoga aludía a la naturaleza divina con una referencia enigmática a lo contradictorio, a lo absurdo, al carácter inestable e instantáneo de todo lo que pasa frente a nosotros. Como hombre, como sabio, Zenón representa un vértice de arrogancia. Para imaginar la agudeza y la inventividad de su genio deductivo se puede leer el diálogo platónico dedicado a Parménides, que es un imitación zenoniana, verosímilmente menos rigurosa y completa que la original. Del resto no se necesita siquiera pensar que un edificio dialéctico de este género no pueda quedar inmune a las infiltraciones sofísticas. Los pensadores que vendrán mucho más tarde manifestaron este juicio, y consideraron refutadas las afirmaciones de Zenón, pero en realidad esto no sale bien ni al más agudo entre todos, a Aristóteles. Si se consideran solamente argumentaciones individuales de Zenón, como las famosas “aporias” de la dicotomía, de la flecha o de Aquiles y la tortuga, es decir esa mínima parte conocida por nosotros de la obra dialéctica zenoniana, encontramos una sorprendente admisión de Aristóteles, o sea que esta “aporias” solamente pueden superarse “por accidente”, es decir con referencia a lo que ocurre. Es clara la debilidad de tal refutación, frente a un problema que no concierne los hechos, sino la razón. VIII AGONISMO Y RETORICA Se ha dicho que las “aporias” de Zenón esperan todavía ser una refutación. Si esto es verdad, el “logos” zenoniano representa un vértice en la teoría de la razón, tal vez el punto extremo de la racionalidad griega. En tal caso se impondría un enfrentamiento entre esta razón destructiva y la razón constructiva, la cual se entiende en la filosofía moderna. Es de todas maneras importante hacer observar un equívoco que siempre ha oscurecido la comprensión de la racionalidad griega. Los sabios de esta era arcaica, y la actitud durará hasta Platón, entendían la razón como un “discurso” sobre otra cosa, un “logos” que solamente “dice”, expresa una cosa diferente, heterogénea. Lo que se ha dicho sobre la adivinación y sobre el enigma ayuda a entender la cosa: es precisamente este fondo religioso, esta experiencia de exaltación mistérica, que la razón tiende a expresar de algún modo, a través de la mediación del enigma. Después tal empuje originario de la razón se ha olvidado, ya no se ha comprendido su función alusiva, el hecho que a ella le tocara expresar una separación metafísica, y se ha considerado el “discurso” como si tuviera una autonomía propia, como si fuera un simple espejo de un objeto independiente sin fondos, llamado racional, o directamente fuera eso mismo una sustancia. Pero en u principio la razón había nacido como algo complementario, como una repercusión, cuyo origen estaba en alguna cosa escondida, fuera de ella, que no podía ser totalmente restituida, sino solamente señalada por aquel “discurso”. Cuando vino el equívoco, se hubiera debido inventar una formulación nueva, una nueva estructura, a la medida de perspectivas distintas, de una legislación que proclamara la autonomía de la razón, que cortara con todo aquello de que era derivada. Se siguió en cambio conservando el edificio, se mantuvieron las normas del “logos” primitivo, que había sido solamente un camino, un arma agonística, un símbolo manifestante, y que de auténtico que era se volvió a partir de ese momento, en esta transformación, un “logos” espurio. Después de Parménides y Zenón, la edad de los sabios va declinando. Para mantener la unidad de nuestra perspectiva, y seguir todavía el filón de la dialéctica, es preciso en este punto recordar a Gorgias. Este proviene del Occidente griego, de la Sicilia: en su larga vida viajó mucho y permaneció también en Atenas. Teóricamente, el sobrepasa incluso a Zenón, si consideramos los detalles; pero en él se encuentra también el germen de la decadencia para la dialéctica. Ya asombra el enunciado general del contenido de su obra más abstracta; el sostiene tres puntos fundamentales, más o menos en estos términos: “el primero, que nada es, el segundo, que aun si algo es, es incognoscible para el hombre, el tercero, que aun si es cognoscible, no es comunicable o explicable a los otros”. Desde el punto de vista del contenido, nos encontramos frente a una variación sobre el tema del nihilismo zenoniano: de ahí que Gorgias no nos ofrece ningún resultado teórico vistosamente nuevo. Por cierto con él, la técnica dialéctica alcanza un grado de refinamiento extremo, y verosímilmente (aunque quede duda sobre la fidelidad de las fuentes que transmiten sus doctrinas) su lógica es más evolucionada que la de Zenón: él conoce la teoría del juicio, respecto a las reglas de la conversación y al aspecto cuantitativo de la contradicción, y aplica con frecuencia la demostración por lo absurdo, antes quizá haya sido directamente el autor de este tipo de prueba, que tiene una particular eficacia persuasiva. Asombrosa por el contrario es la forma como viene enunciada la savia destructiva de la doctrina de Gorgias. El nihilismo se declara drásticamente, no está velado, como en Zenón, por un enredo vertiginoso de argumentaciones. Lo que sorprende es la ausencia de todo fondo religioso: Gorgias no se preocupa por salvaguardar nada. Antes bien su formulación: nada existe, si existiera no sería cognoscible, si fuera cognoscible no sería comunicable, parece verdaderamente poner en duda la naturaleza divina, y de toda manera la aísla completamente de la esfera humana. La aparición de Gorgias viene acompañada de un cambio profundo en las condiciones externas, objetivas del pensamiento griego. El lenguaje en las discusiones dialécticas precedentes había quedado hasta ahí algo privado, limitado a un ambiente escogido. No se puede hablar de escuelas filosóficas, porque el encuentro de las personas era siempre extremadamente libre, con una alternativa continua de los interlocutores. Todavía se trataba de un fenómeno esotérico, ya no por una revelación mistérica cualquiera, sino por una adquisición activa dentro de un círculo restringido. Con la acentuación de la cultura en Atenas, que interviene a partir de la mitad del quinto siglo, se manifiesta en Grecia la tendencia fatal a romper el aislamiento del lenguaje dialéctico. En la confluencia ateniense la atmósfera refinada y reservada de los diálogos eleáticos viene sustituida por el marco de encuentros dialécticos más ruidosos y más frecuentados. En su enfrentamiento con las formas expresivas del arte y con los productos de la razón ligados a la esfera política, el lenguaje dialéctico ingresa en el ámbito público. Una dialéctica adulterada se hace sentir en modo evidente en la parte dialogada de las tragedias de Sófocles, a partir de 440 a.C. El viejo lenguaje dialéctico viene usado también fuera de la discusión: los escuchadores no son escogidos, no se conocen entre ellos, y la palabra se vuelve a profanos que no discuten, sino que escuchan solamente. Así nace la retórica, con la vulgarización del lenguaje dialéctico. Su origen es también paralela a la dialéctica, en le sentido que surge ya antes y en forma independiente a esta, dentro de una esfera diferente y para fines distintos; pero la retórica en sentido estricto, como técnica expresiva construida sobre principios y sobre reglas, se inserta directamente en la cepa de la dialéctica. La retórica es, también ella, un fenómeno esencialmente oral, en el que sin embargo ya no hay una colectividad que discute, sino uno solo que se hace adelante para hablar, mientras los demás están escuchando. La retórica es igualmente agonística, pero en modo más indirecto que la dialéctica: en ese arte no se puede demostrar directamente sino mediante un enfrentamiento, mientras que en la retórica cada presentación del orador es agonística en cuanto los escuchadores deberán juzgarla en comparación de lo que dirán otros oradores. Directamente la retórica es agonística en un sentido más sutil, donde se revela más estricta su derivación de la matriz dialéctica: mientras que en la discusión el interrogante combate para subyugar el respondiente, para vencerlo con los enredos de sus argumentaciones, en el discurso retórico el orador lucha para subyugar a la masa de sus auditores. En el primer caso la victoria se logra cuando la deducción viene perfeccionada a través de las respuestas mismas del respondiente, por tanto es sancionada por la última conclusión; en el segundo caso hace falta una sanción intrínseca para la demostración del orador, y en el logro de la victoria interviene también, fuera de la forma dialéctica, un elemento emocional, o sea la persuasión de los auditores. Con esto ellos quedan subyugados y se asigna la victoria al orador. En la dialéctica se luchaba por la sabiduría; en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida a la potencia. Son las pasiones de los hombres que deben ser dominadas, excitadas, aplastadas. Paralelamente, el contenido de la dialéctica, que en su periodo más refinado se había volatilizado gradualmente hasta las categorías más abstractas que la mente humana pudiese imaginar, ahora con la retórica regresa a la esfera individual, corpórea de las pasiones humanas, de los intereses políticos. No es desde luego por casualidad que Gorgias, el campeón de la dialéctica, haya sido al mismo tiempo uno de los grandes artífices, y aun un fundador del arte retórico. El hecho que un mismo hombre elabore paralelamente un sutilísimo lenguaje dialéctico y un lenguaje retórico del todo original, pero netamente distinto del primero, en el estilo y en le argumentar, es un signo de una mundanidad sin pudores, se acompaña en modo bastante natural del abandono de todo fondo religioso del que se ha hablado. Y hasta en sus argumentaciones dialécticas se advierte el signo de esta mundanización. Los conceptos de necesidad y de posibilidad, que vuelven más áspera la comprensión de los testimonios parmenídeos y zenonianos, se dejan en la sombre en la dialéctica gorgiana; y ya se ha dicho que la demostración indirecta, por absurdo, que Gorgias usa con predilección, tiene una fuerza de persuasión bastante más fuertes que la directa. La actitud divulgativa, falsamente elemental, señala por lo tanto a Gorgias como uno de los artífices de la transformación de lenguaje dialéctico en uno público. Un elemento esencial de esta transformación es la intervención de la escritura. La escritura en su uso literario se difunde después de la mitad del sexto siglo, y queda, más que todo, ligada a la vida colectiva de la ciudad, en las formas y en los contenidos. Es otros casos es primero que todo un artificio expresivo ocasional, como quizá se puede decir para las obras de Anaximandro, Ecáteo y Heráclito. Por lo general, es ante todo un simple medio mnemónico, sin que le toque una consideración intrínseca. Esto vale también en los enfrentamientos de la retórica, que de igual modo podrían parecer ligados a la escritura desde un principio. En realidad la retórica nació como una palabra viviente, a través de una creación que las fuentes comparan a la escultura. Del resto el fondo agonístico del que se ha hablado primero aclaran que la esencia de la retórica está en la recitación viviente. Y sin embargo la retórica acompaña estrictamente la escritura desde que surgió: esto se debe empero a una simple razón técnica. Los oradores escriben sus discursos y después se los aprenden de memoria, una vez los hayan transformado en expresión plástica. Esto porque la dosificación y el pulimento del estilo deben elaborarse largamente, y porque no se podía confiar en la improvisación, si quería alcanzar la excelencia del arte y si se quería predisponer en la forma más eficaz la excitación de la emoción en el público. Todo esto podía lograrse solamente con la recitación, pero en esta los oradores no se aventuraban a agregar o quitar nada respecto a lo que habían escrito antes. De ahí que las oraciones transmitidas hasta nosotros deben corresponder casi perfectamente a como fueron pronunciadas en aquel entonces. Esta situación casual de la retórica con respecto a la escritura tuvo una influencia bastante notable sobre el surgimiento de un nuevo género literario, la filosofía. Cuando el lenguaje dialéctico se vuelve público la escritura, de instrumento mnemónico que era, va adquiriendo cada vez más una autonomía expresiva. Platón cuanta que Zenón, de joven había compuesto un pequeño escrito dialéctico contra la multiplicidad. Y aunque si en la obra zenoniana este escrito representa una excepción, un fragmento, ello constituye sin embargo una infracción notable, una ocasión de equívoco, respecto a la naturaleza esencialmente oral de la dialéctica. También Gorgias puso por escrito su obra dialéctica sobre el no ser, y para él era natural, para el artífice de la retórica, cuyos discursos como se ha dicho nacían ante todo a través de la escritura. IX FILOSOFIA COMO LITERATURA A lo largo de las transformaciones culturales que hemos señalado, en el entrelazamiento de la esfera retórica con la dialéctica, y sobre todo en el imponerse gradual de la escritura en sentido literario, se va modificando paralelamente la estructura de la razón, del “logos”. Con estos discursos públicos, de lo que la escritura es un aspecto, se pone en movimiento una falsificación radical, ya que viene transformado en espectáculo para una colectividad aquello que no puede ser desprendido de los sujetos que lo han constituido. En la discusión dialéctica, no solo las abstracciones, sino las palabras mismas del “logos” auténtico aluden a eventos del alma que se captan solo participando en ellos, en una mezcla que no se puede dividir. En lo escrito en cambio la interioridad va perdida. Se ha visto que en Gorgias la dialéctica esboza, al menor parcialmente, su cambio a literatura. Pero es solamente con Platón que el fenómeno se declara abiertamente. Esto es un gran evento, y no solamente en el ámbito del pensamiento griego. Platón inventó el diálogo como literatura, como un tipo particular de dialéctica escrita, que presenta en un marco narrativo los contenidos de discusiones imaginarias a un público indiferenciado. Este nuevo género literario Platón mismo lo llama con el nombre nuevo de “filosofía”. Después de Platón esta forma literaria quedará adquirida, y aunque el género literario del diálogo se transformara en el género del tratado, en todo caso seguirá llamándose “filosofía” la exposición escrita de temas abstractos y racionales, incluso ampliados, después de la confluencia con la retórica a contenidos morales y políticos. Así hasta nuestros días, al punto que hoy, cuando se investigan los orígenes de la filosofía, es extremadamente difícil imaginar las condiciones preliterarias del pensamiento, válidas en una esfera de comunicación solamente oral, esas condiciones precisamente que nos han inducido a distinguir una edad de la sabiduría como origen de la filosofía. Por otra parte es el mismo Platón que nos hace posible la tentativa de tal reconstrucción. Sin él, que sin embargo ha sido el autor de tan fatal y definitivo trastorno, resultaría muy difícil advertir el avance a partir de esa edad de los sabios y atribuir al pensamiento arcaico de los griegos una importancia mayor que la de una anticipación balbuciente. Los modernos se han contentado generalmente de esta última perspectiva, no obstante la significativa y límpida indicación de Platón, cuando llama la propia literatura “filosofía”, contraponiéndola a la anterior “sofía”. No hay dudas sobre este punto: en varias ocasiones Platón designa la época de Heráclito, de Parménides, de Empédocles como la edad de los “sabios”, frente a los cuales se presenta a sí mismo tan solo como un filósofo, es decir como un “amante de la sabiduría”, o sea alguien que no posee la sabiduría. Además de esto y en referencia precisa al valor de la escritura, hay dos pasajes fundamentales en Platón, cuya importancia es decisiva con el fin de dar una interpretación general de su pensamiento y de su posición en la cultura griega. El primer pasaje es el mito que cuenta en el |