Poemas de la soledad en columbia






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ODA A WALT WHITMAN

Por el East River y el Bronx,

los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,

con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.

Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas

y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,

ninguno quería ser el río,

ninguno amaba las hojas grandes,

ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough

los muchachos luchaban con la industria

y los judíos vendíán al fauno del río

la rosa de la circuncisión

y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados

manadas de bisontes empujadas por el viento.

Pero ninguno se detenía,

ninguno quería ser nube,

ninguno buscaba los helechos

ni la rueda amarilla del tamboril.

Cuando la luna salga

las poleas rodarán para turbar el cielo;

un límite de agujas cercará la memoria

y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

Nueva York de cieno,

Nueva York de alambres y de muerte.

¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?

¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?

¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,

he dejado de ver tu barba llena de mariposas,

ni tus hombros de pana gastados por la luna,

ni tus muslos de Apolo virginal,

ni tu voz como una columna de ceniza;

anciano hermoso como la niebla

que gemías igual que un pájaro

con el sexo atravesado por una aguja,

enemigo del sátiro,

enemigo de la vid

y amante de los cuerpos bajo la burda tela.

Ni un solo momento, hermosura viril

que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,

soñabas ser un río y dormir como un río

con aquel camarada que pondría en tu pecho

un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Ni un solo momento, Adán de sangre, macho,

hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,

porque por las azoteas,

agrupados en los bares,

saliendo en racimos de las alcantarillas,

temblando entre las piernas de los chauffeurs

o girando en las plataformas del ajenjo,

los maricas, Walt Whitman, te soñaban.

¡También ése! ¡También! Y se despeñan

sobre tu barba luminosa y casta,

rubios del norte, negros de la arena,

muchedumbres de gritos y ademanes,

como gatos y como las serpientes,

los maricas, Walt Whitman, los maricas

turbios de lágrinias, carne para fusta,

bota o mordisco de los domadores.

¡También ése! ¡También! Dedos teñidos

apuntan a la orilla de tu sueño

cuando el amigo come tu manzana

con un leve sabor de gasolina

y el sol canta por los ombligos

de los muchachos que juegan bajo los puentes.

Pero tú no buscabas los ojos arañados,

ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,

ni la saliva helada,

ni las curvas heridas como panza de sapo

que llevan los maricas en coches y terrazas

mientras la luna los azota por las esquinas del terror.

Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,

toro y sueño que junte la rueda con el alga,

padre de tu agonía, camelia de tu muerte,

y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

Porque es justo que el hombre no busque su deleite

en la selva de sangre de la mañana próxima.

El cielo tiene playas donde evitar la vida

y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.

Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.

Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,

la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,

los ricos dan a sus queridas

pequeños moribundos iluminados,

y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo

por vena de coral o celeste desnudo.

Mañana los amores serán rocas y el Tiempo

una brisa que viene dormida por las ramas.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,

contra el niño que escribe

nombre de niña en su almohada,

ni contra el muchacho que se viste de novia

en la oscuridad del ropero,

ni contra los solitarios de los casinos

que beben con asco el agua de la prostitución,

ni contra los hombres de mirada verde

que aman al hombre y queman sus labios en silencio.

Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,

de carne tumefacta y pensamiento inmundo,

madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño

del Amor que reparte coronas de alegría.

Contra vosotros siempre, que dais a, los muchachos

gotas de sucia muerte con amargo veneno.

Contra vosotros siempre,

Faeries de Norteamérica,

Pójaros de la Habana,

Jotos de México,

Sarasas de Cádiz,

Apios de Sevilla,

Cancos de Madrid,

Floras de Alicante,

Adelaidas de Portugal.

¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!

Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,

abiertos en las plazas con fiebre de abanico

o emboscados en yertos paisajes de cicuta.

¡No haya cuartel! La muerte

mana de vuestros ojos

y agrupa flores grises en la orilla del cieno.

¡No haya cuartel! ¡Alerta!

Que los confundidos, los puros,

los clásicos, los señalados, los suplicantes

os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson.

con la barba hacia el polo y las manos abiertas.

Arcilla blanda o nieve, to lengua está llamando

camaradas que velen to gacela sin cuerpo.

Duerme, no queda nada.

Una danza de muros agita las praderas

y América se anega de máquinas y llanto.

Quiero que el aire fuerte de la noche más honda

quite flores y letras del arco donde duermes

y un niño negro anuncie a los blancos del oro

la llegada del reino de la espiga.

IX

HUIDA DE NUEVA YORK

DOS VALSES HACIA LA CIVILIZACIÓN

PEQUEÑO VALS VIENES

En Viena hay diez muchachas,

un hombro donde solloza la muerte

y un bosque de palomas disecadas.

Hay un fragmento de la mañana

en el museo de la escarcha.

Hay un salón con mil ventanas.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,

de sí, de muerte y de coñac

que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero,

con la butaca y el libro muerto,

por el melancólico pasillo,

en el oscuro desván del lirio,

en nuestra cama de la luna

y en la danza que sueña la tortuga.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos

donde juegan tu boca y los ecos.

Hay una muerte para piano

que pinta de azul a los muchachos.

Hay mendigos por los tejados.

Hay frescas guirnaldas de llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,

en el desván donde juegan los niños,

soñando viejas luces de Hungría

por los rumores de la tarde tibia,

viendo ovejas y lirios de nieve

por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, sy, ay!

Toma este vals del "Te quiero siempre".

En Viena bailaré contigo

con un disfraz que tenga

cabeza de río.

¡Mira qué orillas tengo de jacintos!

Dejaré mi boca entre tus piernas,

mi alma en fotografías y azucenas,

y en las ondas oscuras de tu andar

quiero, amor mío, amor mío dejar,

violín y sepulcro, las cintas del vals.

VALS EN LAS RAMAS

Cayó una hoja

y dos

y tres.

Por la luna nadaba un pez.

El agua duerme una hora

y el mar blanco duerme cien.

La dama

estaba muerta en la rama.

La monja

cantaba dentro de la toronja.

La niña

iba por el pino a la piña.

Y el pino

buscaba la plumilla del trino.

Pero el ruiseñor

lloraba sus heridas alrededor.

Y yo también

porque cayó una hoja

y dos

y tres.

Y una cabeza de cristal

y un violín de papel

y la nieve podría con el mundo

una a una

dos a dos

y tres a tres.

¡Oh, duro marfil de carnes invisibles!

¡Oh, golfo sin hormigas del amanecer!

Con el numen de las ramas,

con el ay de las damas,

con el cro de las ranas,

y el geo amarillo de la miel.

Llegará un torso de sombra

coronado de laurel.

Será el cielo para el viento

duro como una pared

y las ramas desgajadas

se irán bailando con él.

Una a una

alrededor de la luna,

dos a dos

alrededor del sol.

y tres a tres

para que los marfiles se duerman bien.

EL POETA LLEGA A LA HABANA

A don Fernando Ortiz.

SON DE NEGROS EN CUBA

Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba,

iré a Santiago,

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Cantarán los techos de palmera.

Iré a Santiago.

Cuando la palma quiere ser cigüeña,

iré a Santiago.

Y cuando quiere ser medusa el plátano,

iré a Santiago.

Iré a Santiago

con la rubia cabeza de Fonseca.

Iré a Santiago.

Y con la rosa de Romeo y Julieta

iré a Santiago.

¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!

Iré a Santiago.

¡Oh cintura caliente y gota de madera!

Iré a Santiago.

Arpa de troncos vivos. Caimán. Flor de tabaco.

Iré a Santiago.

Siempre he dicho que yo iría a Santiago

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las ruedas,

iré a Santiago.

Mi coral en la tiniebla,

iré a Santiago.

El mar ahogado en la arena,

iré a Santiago,

calor blanco, fruta muerta,

iré a Santiago.

¡Oh bovino frescor de cañaveras!

¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!

Iré a Santiago.

CRUCIFIXION

La luna pudo detenerse al fin [por] la curva blanquísima de los caballos.

Un rayo de luz violeta que se escapaba de la herida

proyectó en el cielo el instante de la circuncisión de un niño muerto.

La sangre bajaba por el monte y los ángeles la buscaban,

pero los cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos.

Cojos perros fumaban sus pipas y un olor de cuero caliente

ponía grises los labios redondos de los que vomitaban en las esquinas.

Y llegaban largos alaridos por el Sur de la noche seca.

Era que la luna quemaba con sus bujías el falo de los caballos.

Un sastre especialista en púrpura

había encerrado a las tres santas mujeres

y les enseñaba una calavera [por] los vidrios de la ventana.

Las tres en el arrabal rodeaban a un camello blanco

que lloraba porque al alba

tenía que pasar sin remedio por el ojo de una aguja.

¡Oh Cruz! ¡Oh clavos! ¡Oh espina!

¡Oh espina clavada en el hueso hasta que se oxiden los planetas!

Como nadie volvía la cabeza, el cielo pudo desnudarse.

Entonces se oyó la gran voz y los fariseos dijeron:

Esa maldita vaca tiene las tetas llenas de leche.

La muchedumbre cerraba las puertas

y la lluvia bajaba por las calles decidida a mojar el co[razón]

mientras la tarde se puso turbia de latidos y leñadores

y la oscura ciudad agonizaba bajo el marttllo de los carpinteros.

Esa maldita vaca

tiene las tetas llenas de perdigones,

dijeron los fariseos.

Pero la sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos

estrellaban ampollas de laguna sobre las paredes del templo.

Se supo el momento preciso de la salvacion de nuestra vida

porque la luna lavó con agua

las quemaduras de los caballos

y no la niña viva que callaron en la arena.

[Entonces salieron los fríos cantando sus canciones

y las ranas encendieron sus lumbres en la doble orilla del río.]

Esa maldita vaca, maldita, maldita, maldita

no nos dejará dormir, dijeron los fariseos,

y se alejaron a sus casas por el tumulto de la calle

dando empujones a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios

mientras la sangre los seguía con un balido de cordero.

Fue entonces

y la tierra despertó arrojando temblorosos ríos de polilla.

Nueva York, 18 de octubre de 1929.

PEQUEÑO POEMA INFINITO

Para Luis Cardoza y Aragón.

Equivocar el camino

es llegar a la nieve

y llegar a la nieve

es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

Equivocar cl camino

es llegar a la mujer,

la mujer que no teme la luz,

la mujer que mata dos gallos en un segundo,

la luz que no teme a los gallos

y los gallos que no saben cantar sobrela nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón

puede llegar el viento Austro

y como el aire no hace caso de los gemidos

tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera

que enterraban un paisaje de volcanes

y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.

Pero el dos no ha sido nunca un número

porque es una angustia y su sombra

porque es la guitarra donde el amor se desespera,

porque es la demostración de otro infinito que no es suyo

y es las murallas del muerto

y el castigo de la nueva resurrección sin finales.

Los muertos odian el número dos

pero el número dos adormece a las mujeres

y como la mujer teme la luz

la luz tiembla delante de los gallos

y los gallos sólo saben volar sobre la nieve

tendrémos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.

Nueva York, 10 de enero de 1930.

FIN DE

«POETA EN NUEVA YORK»
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