Poemas de la soledad en columbia






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III

CALLES Y SUEÑOS

A Rafael R. Rapún.

Un pájaro de papel en el pecho

dice que el tiempo de los besos no ha

llegado.

VICENTE ALEIXANDRE.

DANZA DE LA MUERTE

El mascarón, ¡Mirad el mascarón!

¡Cómo viene del Africa a New York!

Se fueron los árboles de la pimienta,

Los queños botones de fósforo.

Se fueron los camellos de carne desgarrada

y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.

Era el momento de las cosas secas,

de la espiga en el ojo y el gato laminado,

del óxido de hierro de los grandes puentes

y el definitivo silencio del corcho.

Era la gran reunión de los animales muertos,

traspasados por las espadas de la luz;

la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza

y de la gacela con una siempreviva en la garganta.

En la marchita soledad sin honda

el abollado mascarón danzaba.

Medio lado del mundo era de arena,

mercurio y sol dormido el otro medio.

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Arena, caimán y rniedo sobre Nueva York!

*

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío

donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.

Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo,

con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles,

acabó con los más leves tallitos del canto

y se fue al diluvio empaquetado de la savia,

a través del descanso de los últimos desfiles,

levantando con el rabo pedazos de espejo.

Cuando el chino lloraba en el tejado

sin encontrar el desnudo de su mujer

y el director del banco observaba el manómetro

que mide el cruel silencio de la moneda,

el mascarón llegaba a Wall Street.

No es extraño para la danza

este columbario que pone los ojos amarillos.

De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso

que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.

El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,

ignorantes en su frenesí de la luz original.

Porque si la rueda olvida su fórmula,

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos;

y si una llama quema los helados proyectos,

el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.

El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,

entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados

que aullarán, noche oscura, por su tiempo sin luces,

¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,

tendida en la frontera de la nieve!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Qué ola de fango y luc¡érnaga sobre Nueva York!

*

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.

Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.

En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos.

Y las brisas de largos remos

golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro

para fingir una muerta semilla de manzana.

El aire de la llanura, empujado por los pastores,

temblaba con un miedo de molusco sin concha.

Pero no son los muertos los que bailan,

estoy seguro.

Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.

Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;

son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,

los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,

los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,

los que beben en el banco lágrimas de niña muerta

o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.

¡Que no baile el Papa!

¡No, que no baile el Papa!

Ni el Rey,

ni el millonario de dientes azules,

ni las bailarinas secas de las catedrales,

ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.

Sólo este mascarón,

este mascarón de vieja escarlatina,

¡sólo este mascarón!

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,

que ya las ortigas estremecerán patios y terr azas,

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,

que ya vendrán lianas después de los fusiles

y muy pronto, muy pronto, muy pronto. ¡Ay, Wall Street!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Cómo escupe veneno de bosqué

por la angustia imperfecta de Nueva York!

Diciembre, 1929.

PAISAJE DE LA MULTITUD QUE VOMITA

(ANOCHECER OE CONEY ISLAND)

La mujer gorda venía delante

arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores,.

la mujer gorda

que vuelve del revés los pulpos agonizantes.

La mujer gorda, enemiga de la luna,

corría por las calles y los pisos deshabitados

y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma

y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos

y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido

y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.

Son los cementerios, lo sé, son los cementerios

y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,

son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora

los que nos empujan en la garga nta.

Llegaban los rumores de la selva del vómito

con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,

con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.

Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.

No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,

ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.

Son los muertos que arañan con sus manos de tierra

las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.

La mujer gorda venía delante

con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.

El vómito agitaba delicadamente sus tambores

entre algunas niñas de sangre

que pedían protección a la luna.

¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!

Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,

esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol

y despide barcos increíbles

por las anémonas de los muelles.

Me defiendo con esta mirada

que mana de las ondas por donde el alba no se atreve

yo, poeta sin brazos, perdido

entre la multitud que vomita,

sin caballo efusivo que corte

los espesos musgos de mis sienes.

Pero la mujer gorda seguía delante

y la gente buscaba las farmacias

donde el amargo trópico se fija.

Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes

la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.

New York, 29 de diciembre de 1929.

PAISAJE DE LA MULTITUD QUE ORINA

(NOCTURNO DE BATTERY PLACE)

Se quedaron solos:

aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.

Se quedaron solas:

esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.

Se quedaron solos y solas

soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,

con el agudo quitasol que pincha

al sapo recién aplastado,

bajo un silencio con mil orejas

y diminutas bocas de agua

en los desfiladeros que resisten

el ataque violento de la luna.

Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones

angustiados or el testigo y la vigilia de todas las cosas

y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas

gritaban nombres oscuros, sa livas y radios de níquel.

No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler,

ni importa la derrota de la brisa en la corola del algodón,

porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos

que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles.

Es inútil buscar el recodo

donde la noche olvida su viaje

y acechar un silencio que no tenga

trajes rotos y cáscaras y llanto,

porque tan sólo el diminuto banquete de la araña

basta para romper el equilibrio de todo el cielo.

No hay remedio para el gemido del velero japonés,

ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.

El cameo se muerde la cola para unir las raíces en un punto

y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.

¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los trasatlánticos!

Fachadas de crin, de humo; anémonas, guantes de goma.

Todo está roto por la noche,

abierta de piernas sobre las terrazas.

Todo está roto por los tibios caños

de una terrible fuente silenciosa.

¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!

Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,

campos libres donde silban mansas cobras deslumbradas,

paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,

para que venga la luz desmedida

que temen los ricos detrás de sus lupas

el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata

y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido

en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.

ASESINATO

(DOS VOCES DE MADRUGADA EN RIVER SIDE DRIVE)

¿Cómo fue?

-Una grieta en la mejilla.

¡Eso es todo!

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfilez que bucea

hasta encontrar las raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.

-¿Cómo, cómo fue?

-Así.

-¡Déjame! ¿De esa manera?

-Sí.

El corazón salió solo.

-¡Ay, ay de mí!

NAVIDAD EN EL HUDSON

¡Esa esponja gris!

Ese marinero recién degollado.

Ese río grande.

Esa brisa de límites oscuros.

Ese filo, amor, ese filo.

Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo,

con el mundo de aristas que ven todos los ojos,

con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.

Estaban uno, cien, mil marineros,

luchando con el mundo de las agudas velocidades,

sin enterarse de que el mundo

estaba solo por el cielo

El mundo solo por el cielo solo.

Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.

Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.

El mundo solo por el cielo solo

y el aire a la salida de todas las aldeas.

Cantaba la lombriz el terror de la rueda

y el marinero degollado

cantaba el oso de agua que lo había de estrechar;

y todos cantaban aleluya,

aleluya. Cielo desierto.

Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales

dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,

ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.

Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.

No importa que cada minuto

un niño nuevo agite sus ramitos de venas,

ni que el parto de la vI'bora, desatado bajo las ramas,

calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.

Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.

Alba no. Fábula inerte.

Sólo esto: Desembocadura.

¡Oh esponja mía gris!

¡Oh cuello rnío recién degollado!

¡Oh río grande mío!

¡Oh brisa mía de límites que no son míos!

¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!

Nueva York, 27 de diciembre de 1929.

CIUDAD SIN SUEÑO

(NOCTURNO DEL BROOKLYN BRIDGE

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.

Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan

y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas

al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Hay un muerto en el cementerio más lejano

que se queja tres años

porque tiene un paisaje seco en la rodilla;

y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto

que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda

o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.

Pero no hay olvido, ni sueño:

carne viva. Los besos atan las bocas

en una maraña de venas recientes

y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso

y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Un día

los caballos vivirán en las tabernas

las hormigas furiosas

atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día

veremos la resurrección de las mariposas disecadas

y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos

veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.

¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,

a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención deí puente

o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,

hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,

donde espera la dentadura del oso,

donde espera la mano momificada del niño

y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Pero si alguien cierra los ojos,

¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!

Haya un panorama de ojos abiertos

y amargas llagas encendidas.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

Ya lo he dicho.

No duerme nadie.

Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,

abrid los escotillones para que vea bajo la luna

las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

PANORAMA CIEGO DE NUEVA YORK

Si no son los pájaros

cubiertos de ceniza,

si no son los gemidos que golpean las ventanas de la boda,

serán las delicadas criaturas del aire

que manan la sangre nueva por la oscuridad inextinguible.

Pero no, no son los pájaros,

porque los pájaros están a punto de ser bueyes;

pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna

y son siempre muchachos heridos

antes de que los jueces levanten la tela.

Todos comprenden el dolor que se relaciona con la muerte,

pero el verdadero dolor no está presente en el espíritu.

No está en el aire ni en nuestra vida,

ni en estas terrazas llenas de humo.

El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas

es una pequeña quemadura infinita

en los ojos inocentes de los otros sistemas.

Un traje abandonado pesa tanto en los hombros

que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.

Y las que mueren de parto saben en la última hora

que todo rumor será piedra y toda huella latido.

Nosotros ignoramos que el pensamiento tiene arrabales

donde el filósofo es devorado por los chinos y las orugas.

Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas

pequeñas golondrinas con muletas

que sabían pronunciar la palabra amor.

No, no son los pájaros.

No es un pájaro el que expresa la turbia fiebre de laguna,

ni el ansia de asesinato que nos oprime cada momento,

ni el metálico rumor de suicidio que nos anima cada madrugada.

Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo,

es un pequeño espacio vivo al loco unisón de la luz,

es una escala indefinible donde las nubes y rosas olvidan

el griterío chino que bulle por el desembarcadero de la sangre.

Yo muchas veces me he perdido

para buscar la quemadura que mantiene despiertas las cosas

y sólo he encontrado marineros echados sobre las barandillas

y pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve.

Pero el verdadero dolor estaba en otras plazas

donde los peces cristalizados agonizaban dentro de los troncos,

plazas del cielo extraño para las antiguas estatuas ilesas

y para la tierna intimidad de los volcanes.

No hay dolor en la voz. Sólo existen los dientes,

pero dientes que callarán aislados por el raso negro.

No hay dolor en la voz. Aquí sólo existe la Tierra.

La tierra con sus puertas de siempre

que llevan al rubor de los frutos.
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