Juaquín Robles,
el Poeta de Apozol EFRAÍN GUTIÉRREZ DE LA ISLA* “Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina”.
Xavier Villaurrutia. Coloquio de las cigarras: un volumen y dos libros sazonados de delicias y de lamentos…
Coloquio de las cigarras: un volumen y dos evidencias de duelo revestidas de alcobas amargas y altares súbitos…
En el Coloquio de las cigarras el canto de la impertinente desventura se arrastra esmerilado en cañamazos amarillos. Allí, la palabra se hace espejismo doble; allí, sus resonancias se tornan quejumbrosas e interminables, sedosas y lumínicas; allí, la plácida coyuntura de su particular enredo poético es reiterada forma de página, de escoria o de alma.
Dulce y deliciosa muerte es otro orbe dentro del orbe mismo. Es el mismo libro con otro rostro y otro vuelo, es la parte oculta del destino o del aniquilamiento donde los matices del deseo se transfiguran en el color de los pájaros, o en el de los árboles y el abismo.
Coloquio de las cigarras es poesía y es llanto. Es llanto y sus estrofas se desgajan en imploraciones, profecías y estremecimientos. Duele leer Coloquio de las cigarras, duele escucharlo desde un Apozol de vísperas temblorosas, atávicas y familiares.
Apozol es el pueblo de esos redobles, de esas quejas color atezado o color rubro espeso. Las cigarras de Apozol son tambores infantiles tercos; las últimas voces del día así lo anuncian, así lo entregan, así lo multiplican bajo el canto detonante de las propias sonoras cigarras de junio: “En los días en que la tierra tiene sed,
se oye el canto de las cigarras como una plegaria
que me sobrecoge: ¡si sigues el hilo de su canto,
hallarás el animalillo muerto…!” El lápiz de Juaquín Robles -el sosegado poeta de Apozol- arrebata al plácido espacio del vuelo de las aves la multitud de sus miradas y las hace rápida escritura. El ritmo del corazón de Juaquín Robles es poliédrico. Leo sus embrollos, en ellos entiendo además del eco de su címbalo doloroso, las heridas de sus instantes de muerte. Ahora me detengo brevemente, en los versos amparados por la amantísima techumbre de los entornos familiares.
En el mar de las estrofas -contenidas en Coloquio de las cigarras- el erotismo enarbola una caña de bambú de castidad, escalofrío y reverencias preñadas de extraño perfume.
Venerar los eslabones sanguíneos, en Juaquín Robles, es vigor testamentario fuertemente ineludible. En los muros de su casa resplandece la epidermis húmeda de la memoria. Su historia particular tiene la inmensidad del verso y del recuerdo.
El rostro de la tristeza en “Retrato de mi madre” es evangélica alabanza. Las prescripciones de Juaquín Robles, el poeta médico, se traducen con la quieta evocación de su madre que es infusión feliz, cabellera colosal y banquete de pitahayas: “Su cabellera es una cascada
que rompe el aire como un penacho
de mujer prehispánica: hija de la tierra,
sus pies son de barro y sus manos limoneros,
y siempre tiene un cántaro de agua
para los peregrinos […]” Juaquín, Juaquín, Juaquín Robles… poeta austral, poeta guardabanderas, poeta vicario de las claraboyas, ¿para quién has guardado la glosa de “La niña de los ojos grandes”? Tú eres el hombre septentrional de ardientes brújulas en los ojos, plenipotenciario de la exégesis del espanto: tú sí sabes el día y la hora, por eso el tragaluz de la torre pone su pecho de campanas en la huella de tus pisadas cada noche de estruendos, mientras el Diablo (de las historias de gatos) se traga a chorros la conjetura de un poema infantil cuyas concavidades crípticas, preñadas de rondas y de patos, no ha logrado ahora ni logrará desembrollar jamás. Releo el poema, subrayo sus instantes de azoro, miro bajo la mesa algunas botellas de vino tinto vacías; descubro también, al fondo, tras las eucarísticas cañas de bambú, los ojos resplandecientes de Sofía. Ella, como su padre, sí sabe el día y la hora, por eso el Santo de Asís toca sus hombros, suavemente: “Parece una caña de bambú,
sus ojos ecuménicos son las puertas
de la vida eterna: “Allá adentro los niños juegan
y se oye el jolgorio de los patos,
la niña se asusta con el chorro de sangre,
la viejecita se esconde atrás de sus lentes
mientras hila lentamente dos mortajas,
porque no sabe el día ni la hora;
la gata duerme el sueño de los santos;
se oyen las campanas en el patio;
anochece y Luzbel baja de puntillas,
le descorcho una botella de vino tinto
y le doy queso de cabra y aceitunas…” El Diablo es sagaz y todavía con el último mordisco
de los manjares de mi mesa, exige mi alma
como rehén de sus favores: entonces,
San Francisco le clava una estaca en el pecho
y sólo se oye el repique de mis dientes
y el galope de mi corazón muerto de espanto… La estructura ósea también es coraza. Y es empuñadura brillante para la guerra y estandarte de cal para tiempos de paz: su diapasón se parece al del alma. Los huesos de la prole son el espejo de los padres y la raíz infinita de las generaciones. En los huesos de la descendencia está la retina de los progenitores: son fragilidad de esperma y talismán de sangre blanca. Al esqueleto del hijo bien amado lo confeccionaron de cieno y leche o de juegos de gato. Juaquín Robles, el poeta, así lo dice: “Los huesos de Renato se mecían
en el columpio: amasé su barro
en las acequias nupciales de febrero
y el día de la Virgen, se oyó su grito por los corredores
del hospital, como una contraseña de la prosapia
de mi Madre: retoño guadalupano,
sacudió los cielos; y la ciudad,
regocijada, se bañó de nieve...” Sísima… Oh, Sísima, bálsamo de canto de pájaros, noche de búhos, concierto de sollozos, palanca de agua, papiro de poeta. Juaquín Robles -el celoso padre- así describe la hogareña circunstancia: “Sus botones de garambullo son gendarmes
de su belleza intacta: quisiera parar
el Reloj, detener la flecha,
y que los gatos monteses
no dieran rasguños a su corazón.” En la mítica figura de Adriana -su fiel consorte- y en el poema “Pedir la lluvia”, la plenitud de la confesión amorosa es un sacudimiento y un milagro, es el calendario festivo en éxtasis.
El poeta de Coloquio de las cigarras proclama su redención y su destino. Irremisiblemente se ahoga, sin remedio, su delirio póstumo.
Las aguas superiores del pozo sin fondo aún sostienen la forma temblorosa del amante confeso: arriba, las horas hacen sus propias diademas con rosales lanzados por el sol; abajo, el caído impregna sus sienes de ceniza, entonces el redoblado canto de las cigarras escurre desde la cúspide de los árboles; luego, galopando el beso amarillo de la media luna, el poeta de Apozol busca la guarida bíblica en el rostro de la más hermosa.
La repisa es doble fruto y las continencias representan el tibio ropaje de los huesos. Esa escalera núbil está impregnada de delicada amabilidad, por eso el poeta la asciende y la toma como vianda doméstica de dulces panecillos. Entonces las morenas palpitaciones del pecho y del incendio vespertino alborotan a las cigarras que revelan la llegada de la lluvia, de esa manera y por tiempos sin límite, en Juaquín Robles, el poeta de Apozol, el estruendo de las horas se transforma en relámpago o poesía o congoja.
¡Oh! Las manos trigueñas de la bella Adriana son recipientes sagrados, allí colma su sed el poeta y allí se redime -en el tumulto de los instantes- envolviéndose quedamente al suave aleteo del resuello y a las caídas en la cumbre o a las yerbas pródigas de la barranca: “Adriana, tú eres la media luna
de la tierra fértil: tus besos son la yerba
y el sosiego que mi corazón desea;
si me besas, si tu aliento aletea
detrás de mis orejas, un estremecimiento
me sacude y los cálices de tu pecho
son el doble anuncio del milagro. Adriana, mi río Jordán, la mujer exacta,
mi demonio: mi salvación terrestre,
la vianda del pecado
y viático de la vida eterna.” Las lecturas lopezvelardeanas en Juaquín Robles han dejado su furia, su reconciliación y su dualidad. Juaquín Robles, el poeta de Apozol, carga sin dificultad alguna el vocabulario de un López Velarde estricto y compartido. La cauda léxica de Coloquio de las cigarras es un gentil mostrador intertextual donde el bardo jerezano tiene su parcela propia y se extiende avasallador y pródigo.
La influencia del autor de La Suave Patria en Juaquín Robles es hondamente testimonial. El desplegamiento a su existencia, la familiaridad con sus términos y la pasión por su obra total han hecho que reescriba su destino literario, entendiéndolo como una ciudad donde los viandantes tienen la figura de un léxico gestado en el diccionario polisémico del poeta católico Ramón López Velarde.
Juaquín Robles ha encontrado en el legado del máximo postmodernista mexicano, una fuente de enardecimiento poético y un pretexto de contagio literario proverbialmente artístico y genuino.
Es auténtico el poeta de Apozol, su autenticidad se fundamenta en el vocabulario que utiliza retomándolo del gesto erótico o religioso de un López Velarde percibido en la racha de la fatalidad y el desmayo. La paternidad de su poesía es indiscutible, como indiscutible es también su pasión por Ramón López Velarde y por el hermetismo pontifical de la sangre de Cristo o de la hostia.
La sintaxis de un López Velarde adusto germina en la hendidura que hace el arado sobre la tierra de sus exigencias léxicas; la lluvia gramatical de un López Velarde releído se extiende en el fértil surco del contagio. Así se presenta Coloquio de las cigarras. Juaquín Robles -transido de viajes noctámbulos sin remedio- imita el rumor de las alcobas de su casa para descubrir en esas dimensiones el adobe perfecto de la emulación, el reflejo entero entra al vaso de agua que los labios del poeta beben lentamente; luego escribe y un paño gemebundo extendido sobre el artesonado sanguíneo de “La casa de mi tío Baldo”, vela sus sueños. Entonces una bolsa pequeña de tela transparente se constituye en conservatorio portátil personal, allí se trasladan ésas, y solo esas voces un día ignoto arrancadas de La sangre devota, Zozobra, El son del corazón o, tal vez, de El don de febrero marmóreos, lapidarios, libros zacatecanos nuestros.
Juaquín Robles, el poeta de Apozol, sigue las huellas de Ramón López Velarde y, sacralizándolas, las hace propias para darlas a su pueblo. *Mediador de la Sala de Lectura Eugenio María de Hostos, Clave: 32010 (CONACULTA),
sita en Galería Verde Matiz. Arte Contemporáneo. Zacatecas, Zac.
Sesiones: todos los miércoles a las 19:00 hrs. Entrada libre.
saladelecturaeugeniomariadehostos@hotmail.com
SELECCIÓN DE ALGUNOS POEMAS
DE JUAQUÍN ROBLES:
Los pájaros son ángeles
A Ramón López Velarde
En bandada, los pájaros son ángeles
que bajan y alegran a la tierra,
el deseo, demonio exhausto,
no les quema la sangre: nunca duermen,
no sienten hambre, la ira o la fatiga
no son cáncer que corra por sus huesos…
Han oído hablar del amor como un leopardo
o un mesías que mueve muchedumbres,
pero no han sentido el cuchillo de la duda
enterrado en sus carnes;
vuelan y saben que su vuelo
los salva de las diatribas de los reptiles
que se llaman hombres… Los pájaros son ángeles furiosos
que bajaron a la tierra por escaleras secretas
y sus trajes de plumas son cortados
por no se sabe qué manos o qué tijeras;
se esconden, vuelan de rama en rama,
abren las persianas, son fisgones y se asoman
a las duchas para ver a las niñas
de carnes blancas y rosas en botón;
con manos ágiles se anudan la corbata,
con los dedos alisan su pelo, toman champagne
y con sus cuerpos alados, suben y bajan,
revolotean en los balcones;
y aprenden a gritar y a hacer los gestos
que hacen los hombres y las mujeres en el coito.
No saben que el sexo de mujer
es lo más parecido a la tumba,
es la catástrofe que sacude a la tierra,
es el opio que apelmaza el espíritu,
jeroglífico de la desgracia, surco del éxtasis,
el paraje de la estulticia: es la carne
que se precipita en el abismo, como la caída
de una piedra en un pozo sin fondo;
triángulo equilátero, es el callejón sin salida
en el que chocan los pájaros ciegos… Y quieren ser seres de carne y hueso,
por eso vinieron a la tierra en forma de pájaros,
de hombres barbados, de muchachos
hermosos que caminan por las aceras
o que semidesnudos se bañan en las playas… Y son ángeles sin sexo, despiadados
y terribles, el hombre habita en ellos,
la mujer sale por sus alas: quisieran ser mortales,
para sentir la llama del deseo,
oler la ropa interior con su aroma de jaibas
y de frutas, el animal de la lujuria
gateando por el lecho: entrar en la ducha
y sentir la carne estremecida,
subir a sus montes, entrar en sus grietas
y robar la llave de su corazón hermético. ¡Ay, ángeles hermosos!
¡Pájaros sensuales, avecillas lúbricas! Bajen a jugar con nosotros,
a saltar en las camas como niños insumisos,
a arrojarse almohadas los unos a los otros:
mis primas y mis hermanas
quieren novio, abran las ventanas,
antes de que llegue la nana,
apague la bombilla y nos jale las orejas… Árbol de frutas amarillas El deseo es un árbol de frutas
amarillas: en el minuto en que Eros
y Afrodita sueltan la brida, es un mono
que farfulla monosílabos extraños…
Instante prodigioso: las cinco de la tarde
en lo profundo de la sierra,
trece mujeres, algunas casi púberes,
se bañaban en el agua nacida de la peña,
agua fría que resbalaba por sus cuerpos
de obsidiana: sus pechos oscuros eran el altar
y el amuleto de su sangre india. Farfullaban en una lengua extraña
y recostaban sus cuerpos como iguanas
en las piedras: sus pechos colgaban
como guarichos de mieles intactas… Debajo del encino, tartamudo,
sólo acerté a dibujar algunas
rayas: el garabato de la desdicha.
La caligrafía de los gatos Los gatos escriben en la pizarra
de la noche los mensajes que remiten
los demiurgos de otros mundos;
en sus ojos se leen los enigmas del amor,
maúllan y en su grito se adivina
la desolación de un niño que llora… Soberbios, bajan de las tejas
y se acurrucan debajo de las sábanas,
ronronean y se refocilan igual a una mujer
después del coito: su lengua rasposa
repasa el cuerpo sigiloso de la noche,
como el amante que deja los besos
en el bosquecillo hirsuto de la diosa. En sus ojos, en su mirada profunda
se puede sentir la eternidad: se puede matar
al tiempo, ese monstruo irresistible,
jalando sus bigotes, uno a uno, para hundirnos
en el éxtasis y arrojar una exhalación
como un reproche o un remordimiento. Si mi gata, la hermosa minina,
remolonea, se yergue elástica y certera,
y sube a los árboles a dormir la siesta,
siento que las galaxias y los pájaros,
el jabalí, el jaguar y la luna que me sigue,
son signos que escribe el ángel de la guarda
luego de que la fiebre y el trote del sexo
me arrojan exangüe, en el sueño
dulce, letal, voluptuoso de la muerte. ¡Oh, hermosa gata que en las noches tibias
te acicalas, maúllas, lúbrica te estiras
y sosegada te duermes; ya tus apetitos
están satisfechos: la noche está cálida,
un río efímero de lava inunda tus entrañas! Soy un penitente atrapado en el insomnio
y cuando suena el clarinete del alba,
interrogo a las potestades del Cielo:
¿Qué sentido tiene la vida, si la daga
del tiempo nos desolla el espíritu,
si en el supremo instante en que la dicha
nos sofoca, la Muerte nos da a beber
el néctar agrio de sus ubres oscuras? Soy un hombre que se sabe mortal
y persigo, con furor y delirio, el funesto afán
de trocar la tierra en oro; y deseo más fémures
de los que puedo llevar en un sarcófago… ¡Quisiera ser como tú, hermosa felina,
que entierras los excrementos, a la par
que enseñas tus encantos: mujer lasciva
y contrita, que en la parroquia cae de rodillas
y en el baile del mundo, seduce a los mortales!
La casa de mi tío Baldo Cae la lluvia a cántaros
sobre los techos frágiles,
maltrechos,
de la casa de mi tío Baldo:
cierro el libro,
me restriego los ojos,
un sorbo de café,
la gata duerme en el sillón:
Sarah se asoma a la ventana
y tararea una canción,
y Adriana,
la niña de las rosas en botón,
abre su paraguas,
¡qué no se moje el perro
de las orejas largas…! Detrás del vidrio, los caracoles gritan
su belleza sosegada. Mi corazón palpita: soy el niño
que se moja con la lluvia
y sale a festejar a la par de las cigarras.
Los granizos tocan a rebato
y Renato, el niño del frágil esqueleto,
abraza el gato,
se asoma al patio:
éxtasis secreto,
el amor es un presagio que se palpa
si la lluvia se disipa…
En el zaguán,
plañe y en cada sollozo se estremece
el frágil fantasma de mi abuela.
Una racha gélida abre las persianas,
es la muerte que me corteja
y dice: “Soy ese angelillo
que divisas al final de cada cópula,
el placer es superchería
y mañana jugaré con tu cráneo
como una bola de billar
que rueda en el abismo…” |